Cuenta la historia, que en un convento, no sé donde, vivían unas monjitas que pasaban el día rutinariamente, trabajando en su huerto y cuidando el gallinero ,intercalando oraciones y lecturas para completar la jornada.
Cierto día un mensajero les llevó la noticia de que el Sr. Obispo, en su camino a la ciudad, les haría una visita para descansar y comer con ellas.
Cual seria la alegría y el asombro de las monjas cuando recibieron la noticia, pues ademas de salir un poco de la rutina, iban a tener la oportunidad de conocer y acompañar al Sr. Obispo. ¡Que ilusión!
Como eran pobres y solo tenían lo que cultivaban en el huerto y criaban en su gallinero, pensaron: ¿Que le podemos ofrecer de comer, que le guste y quedemos bien?
Después de un buen rato de charla y dando cada una su opinión, decidieron irse al corral coger el mejor pollo que tenían lo partieron en trozos, sal-pimentaron y frieron. Lo iban poniendo en una cacerola, añadieron dos ñoras secas, que tenían colgadas en la lacena, limpias y partidas junto con un buen puñado de piñones que habían conservados de las piñas que recolectaban del bosque.
Añadieron azafrán enhebra un poco y un vasito de vino, que de vez en cuando también le gustaban a ellas tomarse un traguito. Lo pusieron tierno y antes de apartarlo le añadieron, machacados en un mortero, dos huevos duros, cogidos ese mismo día del ponedero de gallinas junto a dos o tres dientes de ajo crudos. Una vez añadido al pollo este majado lo dejaron cocer unos minutos mas y ¡Ya estaba listo!
¿Fácil, verdad?
Todavía, el olor de tan rico guiso se extendía por todas partes, cuando llegó tan importante y esperado comenzar. Hasta el mismo obispo movió su nariz percatándose del aroma y abriéndosele, de esta forma, las ganas de comer.
Todo fue un éxito y desde entonces las monjitas llamaron a este plato “.Pollo al Obispo”
Espero que guste y os pongáis de “grana y oro” como lo hizo nuestro reverendísimo.
Besos y buen provecho.